Abdón Calderón Muñoz – La Palabra Quito

Abdón Calderón Muñoz – La Palabra Quito

La noche caía en Guayaquil ese 29 de noviembre de 1978, cuando Abdón Calderón Muñoz bajó de su carro frente al templo masónico de la calle Lavayen. Había llegado puntual para dictar una conferencia sobre el retorno a la democracia, un tema que en esos días sonaba a desafío. Eran tiempos peligrosos para quien hablara demasiado.

Una motocicleta se aproximó desde la esquina. El pasajero bajó. Tres detonaciones rompieron el ruido. El político cayó al suelo, envuelto en un charco de sangre. La moto desapareció entre el tránsito. Habían cumplido su misión.

Calderón, fundador del Frente Radical Alfarista, era el enemigo público número uno de la dictadura militar. Sus denuncias sobre corrupción en la explotación petrolera y abuso de poder le habían ganado un apodo que pesaba: “El Fiscal del Pueblo”. El atentado tenía un mensaje: callar la voz más incómoda de las elecciones presidenciales que pondrían fin a la dictadura militar que empezó en 1972.

Abdón Calderón llevado a Estados Unidos

A Calderón lo llevaron de urgencia al hospital y, horas después, en un intento desesperado, fue trasladado en avión ambulancia al Hospital Andersen, en Miami. Diez días más tarde, el 9 de diciembre, el político guayaquileño murió. El Ecuador se estremeció. En los funerales, miles de personas acompañaron su féretro. Entre lágrimas y rabia, la multitud entendió que no era solo la muerte de un hombre: era un golpe a la esperanza democrática.

Durante semanas, el caso se movió entre el miedo y el silencio. Nadie hablaba. Nadie sabía. Pero la verdad, como suele ocurrir, comenzó a filtrarse por accidente. Dos estudiantes de la Universidad de Guayaquil que pasaban por la calle Lavayen aquella tarde del atentado reconocieron al conductor de la moto: Guillermo “Plin” Méndez, compañero suyo, estudiante de Medicina.

La policía lo encontró en Ambato, intentando tramitar documentos falsos para huir del país. Fue arrestado. En los interrogatorios, Méndez confesó: había actuado bajo órdenes de Abel Salazar y del mayor de policía Jaime Hermosa Eskola. El dinero, dijo, venía directamente del Ministerio de Gobierno, dirigido por el general Bolívar Jarrín Cahueñas.

Jarrín había entregado 73 mil sucres para financiar el operativo y, una vez consumado el crimen, otros 22 mil más, incluidos cinco mil dólares. Parte del pago —según Méndez— se realizó en la Gobernación del Guayas. El móvil: eliminar al opositor más feroz del régimen militar.

La cadena nacional negando todo

La dictadura respondió. En cadena nacional, el ministro de Gobierno, Bolívar Jarrín, advirtió: “No permitiremos que se falsee la verdad ni que se calumnie al Gobierno”. Pero el cerco se estrechaba. Las pruebas, las confesiones y los testigos dibujaban un hilo conductor que llegaba hasta él.

El caso Calderón se convirtió en escándalo nacional. La prensa hablaba de una conspiración interna para provocar caos y justificar la suspensión del proceso electoral. La indignación crecía. En los cuarteles, el nombre del general Jarrín se volvió una carga insostenible. Renunció a su cargo, pero no se libró del juicio: la historia lo alcanzaría.

Cuando terminó la dictadura, la justicia civil retomó el expediente. Los tribunales dictaron sentencia: doce años de prisión para Jarrín Cahueñas y Luis García Almeida —el “Gordo Lucho”, autor de los disparos—; seis años para Méndez, Hermosa Eskola y Salazar. El “Gordo Lucho” jamás fue hallado.

El regreso a la democracia

El país volvió a respirar. En abril de 1979, con el triunfo de Jaime Roldós Aguilera, el Ecuador regresó a la vida constitucional. Pero la democracia nació manchada de sangre: la de un hombre que creyó que hablar valía más que callar.

Abdón Calderón Muñoz, nacido en Milagro en 1928, economista formado en la Universidad de Guayaquil, concejal, fundador de un movimiento político y candidato presidencial, cayó por las balas de un poder que temía sus palabras.

 

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